Desperté una mañana de septiembre con las manos congeladas y la mente
sucumbida por la oscuridad. La ventana estaba abierta. Aunque no recuerde el
número exacto de los escalofríos que recorrieron mi cuerpo, sé que fueron
causadas por el frío que me estaba helando hasta las entrañas.
Como era rutina, fueron los recuerdos los que tocaron la puerta. Les
dejé pasar y preparé café para todos. Cada una de ellos tenía algo que contar,
pero les detuve antes de que comenzaran a debatir entre cual era el recuerdo
más importante y por el cual yo había llorado más.
Les dije que, sencillamente, había personas que no estaban hechas para
nadie. Sus almas no estaban destinadas a encontrarse. Tan lejos una de la otra
que es imposible que alguna vez lleguen a tocarse. O, en el peor de los casos,
que les toque estar sentadas cara a cara y que ninguna de las dos pueda hacer
nada por estar entre los brazos de la otra.
Y no sé cuál de las dos opciones será más dura, pero si sé que allí
donde debería de encontrarse mi alma gemela, hay un vacío tan inmenso que me
ocupa de pies a cabeza.
Llena de vacío.